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martes, 31 de octubre de 2017

La base del Imperio británico no fue el oro, sino la comida


La base del Imperio británico no fue el oro, sino la comida

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La necesidad de alimentar a la población fue el gran motor de la construcción y expansión del Imperio británico. ¿Cuál fue la historia de su creación y cómo su presencia en todos los continentes transformó los gustos de sus habitantes?
A Thirst for Empire
Erika Rappaport
Princeton University Press,2017
La base del Imperio británico no fue el oro, sino la comida
The Hungry Empire
Lizzie Collingham
The Bodley Head, 2017
A través de 20 comidas, The Hungry Empire, una fascinante aportación a la historia del Imperio británico, nos narra cómo los británicos crearon una red mundial de comercio de alimentos que transportó a personas y plantas de un continente a otro y transformó los paisajes y los gustos culinarios como no ha hecho ningún otro imperio antes ni después. Permitió a Gran Bretaña controlar los recursos comestibles del planeta, desde el bacalao y la carne en salazón hasta las especias, el té y el azúcar. Al llegar al siglo XX, el pan que comía el trabajador corriente se hacía con trigo cultivado en Canadá y la pierna de cordero de los domingos procedía de animales criados en las praderas de Nueva Zelanda.
Al contrario de lo que piensan muchos, el Imperio no se construyó para obtener oro, plata ni piedras preciosas, sino comida. El impulso comercial de los primeros tiempos de la era Tudor y la necesidad de alimentar a la población empujaron a Gran Bretaña a emprender grandes exploraciones y a expandirse para descubrir alimentos cada vez más exóticos. The Hungry Empire se complementa muy bien con A Thirst for Empire. La afición al té generó nuevas normas laborales y una red económica mundial que transformó la cultura del té en China, estimuló las plantaciones en África y el sur de Asia y llevó las hojas de té hasta las mesas y las tiendas de Gran Bretaña.
Lizzie Collingham destaca que la historia de las exploraciones marinas suele centrarse en la búsqueda de las especias, pero que “los pescadores de bacalao de los condados occidentales fueron los primeros ingleses que aprendieron sobre las corrientes y los vientos del Atlántico, unos conocimientos que después ayudaron a los exploradores que salían en busca de una ruta marina hacia las islas de las especias”. La necesidad de buscar nuevos lugares en los que pescar bacalao les llevó a la costa este de Norteamérica, desde donde lo transportaban a Inglaterra, para la recién nacida Royal Navy, y más al sur, a las Islas Canarias, las Azores y España, donde se cambiaba por vino. Estos intercambios convirtieron a Bristol en el centro de una nueva ruta comercial.
Ante la perspectiva de que Amberes no lograra recuperarse de la crisis económica sufrida en la década de 1550, los mercaderes ingleses, que hasta entonces habían dependido de sus contactos europeos para tener acceso a mercancías lejanas, empezaron a buscar rutas directas con los mercados más remotos. Utilizaron la plata española obtenida de la venta de bacalao en salazón para financiar rutas comerciales al Levante, Moscovia y la India Oriental. Entre 1570 y 1689, Inglaterra multiplicó por siete el volumen de su comercio marítimo y se convirtió en una gran potencia marina europea. “Como alimento fácil de transportar y como moneda de cambio, el ‘pobre juan’ (como se denominaba al bacalao) fue uno de los cimientos del Imperio británico”. El bacalao seco y salado era una alternativa barata a la carne. Si se cocinaba mal, era imposible de masticar, pero viajaba bien y duraba mucho tiempo. Para alimentar a la armada de Enrique VIII hacían falta 200.000 bacalaos desecados al año. Al comenzar el siglo XVII, partían ya 100 barcos anuales de los condados occidentales a Terranova, cuyas aguas estaban rebosantes de peces.
Las vastas redes comerciales del primer imperio inglés, del siglo XVI al XVIII, dieron pie al desarrollo de una nueva clase: financieros, empresarios y mercaderes. Su riqueza, procedente del comercio en lugar de la tierra, les dio el poder político y económico suficiente para desafiar a la aristocracia terrateniente y preparó el terreno para la Revolución Industrial y el Imperio británico de los siglos XIX y XX.
Cada capítulo de The Hungry Empire comienza con una comida. Desde la de una familia rural en la Inglaterra del siglo XVIII, en la que los cercamientos han engendrado una masa de pobres sin tierras pero en la que hasta las pequeñas tiendas de pueblo almacenan azúcar, cacao y tejidos indios, a la de esclavos africanos que se alimentan de acederas y berros en una plantación de arroz de Carolina del Norte.
En torno a una selección de comidas notables de diversos continentes y varios siglos, compartimos una iguana al curry con los mineros de diamantes en Guyana, brindamos con ponche de ron junto a los revolucionarios de Norteamérica y compartimos el bacalao en salazón de la última comida de los marineros del Mary Rose (la nave almirante de Enrique VIII). Cada capítulo es un auténtico thriller que mezcla la historia económica y la historia política con los relatos personales y una aguda descripción de los escenarios. Ilustra maravillosamente el ascenso del azúcar, la perspectiva distinta sobre la construcción del Imperio y su papel decisivo en la configuración de la dieta moderna. Cada cosa que comemos hoy contiene una pizca de Imperio.
En el siglo XVII, prácticamente todos los pagos que se hacían en el comercio en el Atlántico tenían que ver, al final, con el azúcar. Los dueños de las plantaciones de azúcar en las Indias Occidentales acumularon grandes riquezas, que gastaban en la importación de bienes de lujo. Los campesinos del oeste de Irlanda, a los que los ingleses habían considerado siempre unos pastores primitivos, prosperaron gracias a la exportación de carne en salazón y mantequilla a las plantaciones. En Inglaterra, productos antes escasos y caros como el cacao, el azúcar y el té se abarataron y pasaron a formar parte esencial de la dieta del pobre, a menudo con consecuencias desastrosas.
Los pobres urbanos del siglo XIX comían pan de trigo cultivado en América y bebían enormes cantidades de té en vez de la tradicional cerveza, rica en calorías. Mientras tanto, las innovaciones en conservación hicieron que alimentos más exóticos como el salmón y la piña fueran habituales. Las sopas de Crosse & Blackwell y las galletas de Huntley & Palmers, con sus propiedades vitalicias, ayudaban a los oficiales en las regiones más inaccesibles. Los platos tradicionales dejaban paso a los importados, a menudo menos nutritivos.
El libro incluye un vívido relato de cómo la Compañía Británica de las Indias Orientales convertía el opio en té, que sustituyó a los productos textiles como la mercancía más valiosa de la compañía. Las importaciones de té en Inglaterra se multiplicaron por 100 entre 1700 y 1774. De nuevo, este capítulo está lleno de detalles fascinantes y conexiones sorprendentes. Desde la última parte del siglo XVIII hasta el final de la presencia británica en India, en 1947, la venta de opio fue la tercera fuente de ingresos para el Gobierno indio, por detrás de los impuestos sobre las tierras y sobre la sal. La historia del desvío de grandes riquezas de India por parte de la compañía y sus agentes a través del comercio con China se ha contado ya en otros sitios, pero en ningún lugar tan bien como en este libro.
A medida que nos acercamos a las páginas finales de este extraordinario relato, ver cómo se dio prioridad a los ciudadanos británicos mientras morían millones de bengalíes añade una nota sombría. Las reglas comerciales del Imperio “siempre habían estado manipuladas a favor de Gran Bretaña, y la guerra (la Segunda Guerra Mundial) intensificó la explotación del colonialismo y, al mismo tiempo, dejó al descubierto la vaciedad de su retórica”. La idea de que estaban rescatando territorios enteros de la negligencia de sus dueños originales siguió siendo un elemento importante de la ideología idealista británica hasta el final.
Gran Bretaña había aprendido la lección de Estados Unidos y empezó a permitir que los territorios habitados por colonos blancos tuvieran cierto grado de autogobierno y, al final, se convirtieran en naciones industrializadas por derecho propio. Pero en los países poblados por no blancos se pusieron trabas al desarrollo de la fabricación y la industria. La función de las posesiones tropicales era proporcionar materias primas a la metrópolis y, a cambio, absorber los productos fabricados en ella. La consecuencia de esta política a largo plazo fue el retraso en el desarrollo de estos países. Tras la independencia, se encontraron atrapados en ese papel de productores de materias primas, a menudo con unas economías precarias y basadas en uno o dos productos a merced de las fluctuaciones de precios en el mercado mundial.
El sector del té fue uno de los primeros y más firmes usuarios de los recursos imperiales para financiar campañas propagandísticas y de presiones políticas a escala mundial, un modelo comercial que persiste todavía hoy y que es crucial para comprender cómo influyen la política y la propaganda en la economía internacional. Con una serie de recursos que combinan el consumo con la virtud, su tema central, Erika Rappaport cuenta con gran detalle la historia del té, desde sus principios como oscura “bebida china” hasta convertirse en una bebida universal investida de propiedades civilizadoras. Además de estudiar su viaje de Oriente a Occidente, que se ha relatado muchas veces, la autora se centra en su utilización con determinados fines.
A principios del siglo XVIII, el movimiento antialcohólico empezó a propagar el consumo de té porque era un placer que no emborrachaba, y los empresarios recurrieron a ese argumento moral para defender que se comerciara libremente con él y, por consiguiente, hubiera un mercado mayor y más abierto para sus productos textiles. Los dueños de las fábricas estuvieron encantados de defender la causa y contar con una fuerza laboral compuesta por trabajadores sobrios, mientras que el té de los misioneros cristianos sirvió para “suavizar el encuentro colonial”. Durante la Segunda Guerra Mundial, servir el té se convirtió en una actividad social y patriótica que elevaba el ánimo de los soldados y tranquilizaba a los refugiados.
La publicidad de esta bebida siempre presentaba los beneficios directos para los consumidores (salud, energía, relajación), y, al mismo tiempo, se aseguraba a quienes lo bebían que estaban participando en un proyecto más amplio y más noble en defensa de la familia, la nación y la civilización. Gracias a siglos de márketing brillante, el té tiene una imagen universal de que contribuye a crear amistades, que es algo que todos los seres humanos buscan. La autora explica el milagro de los mercados pero también las partes más oscuras del capitalismo: las complejas repercusiones del colonialismo británico. Estos dos libros ofrecen una aproximación magistral a los mecanismos del mundo moderno.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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