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sábado, 25 de junio de 2016

FREDERRICK DOUGLASS RECORRE LA CIUDAD DE SANTO DOMINGO / 1871

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FREDERRICK DOUGLASS RECORRE LA CIUDAD DE SANTO DOMINGO / 1871


Por José Del Castillo Peralta./ Diario Libre

Pese a que el Senado de EEUU rechazó el 30 de junio de 1870 el tratado de anexión de Santo Domingo promovido por los presidentes Grant y Báez, una comisión de investigación llegó al país el 24/01/1871 a explorar sus condiciones de cara a una futura incorporación. A bordo del U.S. Tennessee, los comisionados arribaron a Samaná, “la más hermosa bahía”. Allí, un viejo que dijo conoció a Henri Christophe, le habló al eminente mulato Frederick Douglass –secretario de la misión- sobre la lucha de los negros por la libertad y “las atrocidades de Francia”. En ruta a Santo Domingo, un “delfín volador”. Al tocar puerto, “gente bien vestida, amable y ordenada”. Un “baño glorioso en la playa a milla y media al oeste de Santo Domingo” (Güibia). Visita a la Fortaleza -“Se dice que hay muchos prisioneros...algunos condenados a muerte”- y al Alcázar. Paseo a caballo por los alrededores. El grupo es recibido en Palacio por Báez: “Mr. Wade, quien encabeza, lee mensaje. White traduce al francés. Pte. Báez responde en español”. Cena con el coronel Abreu: “incumplimiento evidente de buenas maneras”.

En su conferencia sobre las impresiones de viaje, Frederick Douglass se pregunta: “¿estoy yo a favor de los planes de anexión de Santo Domingo a Estados Unidos? Lo estoy. ¿Creen ustedes que la medida sería buena para ambos países? Lo creo. Los patriotas de Santo Domingo, al buscar hacerse miembros de una nación grande, fuerte y en crecimiento, tan solo están favoreciendo el gran impulso organizativo de la época. En vez de denunciarlos por su debilidad, traición y cobardía, merecen ser felicitados por su patriotismo y auto-sacrificio. Saben que es mejor para su país ser una parte pequeña de una gran nación, que ser una parte grande de una pequeña.”

Al ponderar el estado ruinoso de las viejas estructuras con valor patrimonial que encontró en Santo Domingo -reflejo de un pasado portentoso del que sobresalía el Monasterio de San Francisco objeto hoy de un controversial abrasivo proyecto de conservación- y compararlo con la dinámica urbana existente en su país, Douglass se expresaba en los siguientes términos. “En los Estados Unidos podemos contemplar el decaimiento con complacencia y esperanza debido a que aquí destrucción y creación van unidas de la mano. El tiempo desgasta, el fuego quema, las inundaciones y las llamas se llevan en una hora la riqueza de años, pero apenas son solo sombras que pasan ante la frente de la nación. Chicago y Boston, cenizas hoy, granito y hierro mañana. Pero Santo Domingo, vegetando en el grueso miasma de una civilización agotada, no tiene tiempo para reconstruir sus viejos lugares remanentes.

De acuerdo a nuestras ideas y gustos del Norte, aquí en la isla no hay ciudades ni pueblos refinados. Todos ellos siguen el mismo patrón, están suficientemente adaptados al país y al clima, pero no son como los nuestros.

En el lado sur de la isla, en la boca del Ozama, un hermoso río navegable hasta treinta o cuarenta millas por una pequeña embarcación, se encuentra la antigua ciudad de Santo Domingo, famosa como la capital del país y todavía el mejor pueblo de la isla. Valdría la pena para un americano en viaje de turismo visitarla y ver este extraño ensamblado de viviendas. Con su cara al Sur, mirando un panorama limitado al frente por el mar y el cielo, rodeada en sus tres lados por elevadas montañas, su vista desde el mar produce una impresión muy alegre. Aunque la distancia, aquí como en otras partes, proporciona un encanto panorámico.

Su bahía esta claveteada con viejos fuertes sombríos, construidos de acuerdo a una ciencia española muy antigua y formidable al ojo. La ciudad, en su mayor parte, bien planeada y levantada para proteger a sus habitantes de los fieros rayos del sol tropical; las calles son largas, derechas y estrechas, en ambos lados se alinean casas bajas, de techos planos, rojas tejas, casas de colores blanquecinos marrones, muy sólidas, apagadas y sin alma. Una llamativa característica de estas viviendas es su similitud. Se ven como si hubiesen sido planeadas por el mismo arquitecto, construidas por los mismos albañiles, hechas con el mismo material, completadas el mismo día y ocupadas por la misma familia.

Esta uniformidad en las casas puede deberse, en parte, al carácter inalterable del clima, pero es más probable que se deba al invariable y uniforme carácter de la religión del pueblo. Los españoles no toleran opiniones religiosas diversas. Una iglesia, un sacerdocio, una fe, un bautismo conducen a la unicidad en otras direcciones. Entre sus otras necesidades el pueblo de Santo Domingo estaría mejor con algo de la rivalidad confesional y los credos conflictivos de los Estados Unidos. Ellos les insuflarían una saludable actividad y divinidad, ahora una de sus grandes necesidades y les ahorraríamos algunas, sin afectar nuestras apreciadas relaciones religiosas.

Hay poco amor hacia el ornato en Santo Domingo. Nuestro amor al ornato se muestra en todas partes y especialmente en las calles y puertas de nuestras viviendas. Nada de esta vanidad se ve en las casas de Santo Domingo.

La puerta de entrada en Santo Domingo tiene un diseño de puerta de granero y a menudo es usada como una puerta de granero. El español, con sus botas y espuelas, es un hombre importante y no se digna desmontar su fino corcel árabe sino hasta dentro de los muros de su casa, y cabalga hasta su puerta delantera con sus botas y espuelas, como en la carretera, estando su caballo en casa tanto tiempo como su jinete. Las puertas de Santo Domingo son de mal gusto; las ventanas son aún menos placenteras. Un irlandés diría que fueron diseñadas para dejar salir la oscuridad, antes que para dejar entrar la luz. Una mirada a través de las ventanas revela oscuridad o muy poco o nada. Aunque son lo suficientemente amplias y altas, se elevan tanto por encima del suelo que esconden las cabezas de todos, con excepción de las de los residentes muy altos. Adolecen de vidrio y cortinas, y teniendo barras verticales de fierro, dan al borde de la calle la apariencia más de una prisión que de residencias de gente libre.

La muralla de la ciudad parece de guerra, pero no lo es. No serviría contra los disparos y proyectiles de la guerra moderna. Pues bien, entonces, con sus casas, sus puertas y ventanas; mirando hacia el Sur glorioso, donde el mar azul encuentra un cielo aún más azul; con montañas en la parte trasera y a ambos lados, ustedes tienen la antigua ciudad de Santo Domingo, fundada por Colón, la primera metrópoli Indo-Caucásica en el Nuevo Mundo.

Alguna vez esta antigua ciudad estuvo poblada por setenta mil almas; ahora tiene siete mil. Alguna vez fue escenario de riqueza y esplendor; ahora es en su mayor parte morada de pobreza y decadencia. Alguna vez estuvo llena del canturreo y alboroto de un comercio muy activo, ahora es silenciosa y serena como un sabbat de Nueva Inglaterra. Sin embargo, en honor a la verdad, una cosa debe decirse con sinceridad acerca esta antigua ciudad; en todas sus vicisitudes de conflicto, decadencia y ruina, se ha aferrado con maravillosa tenacidad a un credo y única religión.

En el débil amanecer de cada día, mientras la oscuridad está aún sobre el mar y el cielo, los oídos de todo Santo Domingo son saludados con un perfecto concierto de campanas de iglesia, convocando a su gente a los altares y oraciones; y las llamadas no son en vano, ya que al primer clamoroso y salvaje repique y tintineo de esas campanas, la gente recomienza y puede ser vista abriéndose camino a través de la oscuridad, con paso solemne, hacia sus casas de oración.

Por supuesto donde hay mucha religión, hay también mucha superstición. La gente aquí cree firmemente en los milagros tal como lo hicieron los primeros cristianos. Hay una cruz en el viejo San Miguel que creen es tan poderosa que abre las ventanas del cielo, así como las oraciones de un viejo profeta las cerraba. Insisten en que esta cruz sacada a las calles en ciertos momentos y con oraciones y conjuros apropiados, en más de una ocasión, ha salvado a la isla de la sequía y la hambruna. La lluvia siempre sigue a la exhibición de esta cruz –¡expuesta en el momento justo!– y por eso el sacerdote debe estar atento al clima. No vale de nada discutir con ellos, las contradicciones no son nada para la fe. Ésta usualmente sostiene un hecho improbable apelando a otro todavía más improbable.

La manera de pasar el domingo en Santo Domingo podría ser escandalosa a los ojos de un puritano. La gente divide el día entre la plegaria y la pelea de gallos. La iglesia y el coliseo gallístico están en la misma calle y se entregan indistintamente a la piedad de una y la brutalidad del otro. Sería difícil describir escenas más desagradables que las de esas peleas de gallos, pero la gente se complace con los crueles deportes del lugar, sin reparar en su carácter cruel y chocante. La conciencia es un gran monitor, pero habla distinto en latitudes diferentes. Por lo general dice lo que es educado decir. En Boston dice que las peleas de gallos son un pecado. En Santo Domingo dice que las peleas de gallos son una diversión inocente. A los gallos les gusta pelear, Dios los hizo para eso y a la gente le gusta ver su obra.

Me he referido a una profunda religiosidad de la gente de Santo Domingo, pero parece que aquí, como en otras partes, la religión y la moral no son inseparables. Las peleas de gallos, los domingos o cualquier otro día, crueles como suelen ser, no son el único hecho que lo prueba. La estricta atención a las formas y regulaciones del culto cristiano no ha sido coronada con orden social, estabilidad y alegría. La religión en Santo Domingo se ha mostrado en gran parte como en otros lugares, inmensamente humana; menos como guía para la reflexión sobre la naturaleza humana y particularmente sobre la peor parte de la naturaleza humana.”

Para Douglass, “los dominicanos son un pueblo muy superior a los haitianos”. Allí “no hay republicanismo” y sí “despotismo absoluto”.

Fuente : Tomado de Diario Libre / 25de junio de 2916
Por José del Castillo Pichardo
Imágenes de Nuestra Historia.

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